He visto una película este fin de semana que me ha emocionado y sorprendido gratamente hasta casi dejarme sin aliento. Reconozco que siempre me he sentido atraído por el cine, por el glamoroso y trepidante séptimo arte llevado a la gran pantalla y creo que nunca renunciaría a presenciar una buena película, pero he descubierto en los libros una sensación que en ocasiones supera a las proyecciones.

Una buena historia que te cautiva y atrapa, que te hace revivir sentimientos adormecidos, que te transporta a una época soñada y recrea en cientos de minúsculos detalles todo el clima, el olor y el sabor de los sueños.

Un libro que puede hacerte flotar sobre la cotidiana rutina hasta hacerte perder la noción del tiempo mientras tu taza se enfría. Una lectura en la que tú mismo escoges la música, la forma y el sentido y en la que tu propia imaginación sobrevuela por encima del papel hasta llevar el relato mucho más lejos de lo que lo haría el ajustado presupuesto de un largometraje.

 Las películas fueron primero un guión escrito, pero después te lo dan todo hecho, las imágenes ya se han escogido y montado en cierto orden coherente, en cambio durante la lectura, tu mente no conoce obstáculos y cada vez las percepciones pueden ser distintas e incluso mejores. Nadie suele dormir abrazado a una película, pero sí a un libro. Las páginas se arrugan se manchan se pasean por tu vida y a veces ocultan pequeños recuerdos: una flor, un ticket de metro, el teléfono de la persona amada, el olor de su perfume…

 En la lectura recuperamos la armonía que las preocupaciones nos arrebatan, sacia nuestro sentido inmaterial y nos devuelve a la parte más dulce de nuestro pasado para reencontrarnos de nuevo con todo lo que no fuimos y que siempre habíamos deseado.

Los libros dejan huella, no se olvidan, reconstruyen los fragmentos de la añoranza y siembran de frases cada uno de nuestros silencios.

 Te recomiendo que –aunque siempre puedes ir al cine- no abandones nunca la lectura.