Martí es un vigilante del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona y apasionado de los libros antiguos. Una mañana visita una vieja librería y queda cautivado por un título sugerente. Pronto comprenderá que las notas en los márgenes de sus páginas coinciden con casuales sucesos fatídicos que siembran de dudas todo su pragmático sentido de la coherencia. Martí sigue un rastro que le sumergirá en los más oscuros reductos de la ciudad en un desesperado intento por evitar el siguiente asesinato. Impregnado por un insomne barro de sospechas, malos entendidos y temores descubre que finalmente, el libro también habla de él.

 

 La sonrisa astillada

 

Desde el silencio de la librería, los ruidos del exterior se filtraban como la tenue luz de un día nublado. Olía al papel viejo y húmedo de libros que nadie leería hoy. Textos escritos en un lenguaje de época y que ahora descansaban sobre la herrumbre de un sótano de la calle Tallers. En otro tiempo, el sótano comunicaba con un túnel subterráneo que había servido de refugio durante la guerra. Al otro lado de una puerta tapiada de estanterías, unas escaleras emergían hasta el patio del antiguo hospital.

 Le atraían los libros antiguos a pesar de que siempre le habían aconsejado que no comprara nada de segunda mano. ¿Quién los habría tenido antes?, quizá un médium espiritista. ¿Y si esa noche, lo muebles de su habitación cobraban vida o le crecía el pelo a los personajes de sus fotografías? En fin siempre asumirá ese riesgo, en especial con el libro que ahora sostenía en la mano: “El vecino de John Wayne”. Un título tan absurdo como improbable. Quizá por eso le atrajo, se dejó cautivar por sus hojas amarillentas y quebradizas, por las anotaciones en los márgenes. Incluso el recorte de periódico doblado en una de sus páginas a manera de punto de lectura le resultaba sugerente. Quizá se trataba de algo casual o quizá el recorte se relacionaba con la lectura de alguna de sus páginas. Además John Wayne siempre le había caído bien. Alguien lo describió una vez como: colosal, desmesurado, idealista e inocente hasta la ingenuidad. El cine había acabado con él y lo había hecho literalmente. Fue durante un rodaje en el desierto de Utah. Aquellos escenarios naturales habían sido utilizados durante los años cincuenta como un campo de pruebas nucleares y Wayne quedó contaminado por una radiación que más tarde contribuiría con el cáncer que acabó con su vida. Pensó en la rudeza de Wayne, en su presencia física, en su descriptiva manera de caminar y sintió simpatía por el libro.

Al salir a las Ramblas, un mendigo rodeado de envases de vino barato le pidió una limosna y Martí le dio el cambio de los diez euros que no había gastado en el libro. El vagabundo le mostró los dientes que aún le quedaban en un gesto de profundo agradecimiento como si con tres monedas  le hubiera salvado la vida.

Se sentó en una terraza de las ramblas con su nuevo-viejo libro y llamó al camarero.

Uno de los mayores atractivos de las ramblas era ver pasar a la gente. No hacía mucho tiempo, en ese mismo lugar se alquilaban sillas plegables a 15 pesetas para sentarse a mirar el diario devenir de miles de transeúntes.