Decía el añorado Miguel Hernández en una de sus poesías, que debíamos: “Sonreír con la alegre tristeza del olivo y no cansarnos de esperar la alegría”.

La tristeza del olivo es una enfermedad bien conocida por los técnicos en arboricultura y que se caracteriza por una desecación y decaimiento de la planta. Los primeros síntomas casi pasan inadvertidos, pero en poco tiempo la enfermedad avanza provocando la pérdida de las hojas, frutos y cuarteado del tronco.
Se sabe que algunos olivos pueden alcanzar miles de años y a pesar de que se trata de una de las especies de arbolado más longeva, causa una profunda extrañeza el hecho de que pueda enfermar y morir de algo como la tristeza.
Entre los olivos y nosotros existen ciertas equivalencias, el tiempo, inexorable para todos los seres vivos, afecta nuestras sencillas rutinas; el estrés de una trepidante vida moderna, los problemas y la erosión de los días pueden sumirnos en una inesperada tristeza.

El conocido filósofo, y libre pensador Eduardo Punset planteó en su libro “Excusas para no pensar” [Destino 2011], una interesante pregunta: ¿Cuál es el origen de nuestra tristeza?
Punset mantenía entonces: “más de un veinte por ciento de las personas están aquejadas por una tristeza inexplicable”.

Al definirlo como inexplicable, ¿estaba tratando de decir que era injustificada? El tiempo ha demostrado que no debe minimizarse el impacto psicológico y pérdida de bienestar que produce la tristeza como consecuencia, muchas veces, del desgaste emocional.
Para explicar la tristeza o para tratar de comprender su origen podemos trazar dos líneas de argumentación: los motivos externos y a su vez, los internos.
Es una realidad que todo cuanto sucede a nuestro alrededor y principalmente dentro de nuestro entorno más cercano deja una profunda huella en nuestras emociones: los problemas económicos, las rutinas, el bullying y fracaso escolar, las decepciones, expectativas truncadas, los conflictos familiares, la pérdida de salud o de un ser querido…, entre una larga lista de situaciones con las que cualquiera de nosotros podría sentirse desbordado. Todos estos detonantes pueden arrastrarnos a un estado de acritud e indiferencia y provocar alteraciones del sueño, trastornos alimenticios y de nuestras constantes vitales.
En el otro lado de esta patología nos encontramos nosotros mismos, la tendencia a la apatía, nuestra actitud predominante al afrontar problemas, el ambiente que nos rodea, la inactividad y carencia de objetivos, e incluso afecciones físicas como disfunciones hepáticas, todo ello en su conjunto pueden ser los causantes de nuestra tristeza. O dicho de otro modo, la falta de entusiasmo no dependería en este caso de agentes externos, sino de nosotros mismos y nuestra determinación ante las dificultades, si permitiremos que estas nos venzan o lucharemos contra ellas como el último samurái con todas nuestras fuerzas.

“La tristeza no es la expresión de que nadie nos quiera, sino el impacto negativo de no quererse uno mismo”

Comenzar a vernos como verdaderos guerreros y tener una medida razonable de autoestima puede darnos la dignidad, fortaleza y ánimo que tanto necesitamos.
La tristeza prolongada es la antesala de problemas mayores como la depresión. Quizá tenga razón Punset cuando recomienda que no perdamos nuestra autoestima o medida natural de amor propio. Puede parecer contradictorio que en un mundo dominado por el egocentrismo y la arrogancia deambulen a diario tantas personas con una infravalorada opinión de si mismos y de su capacidad para ser creativos y originales.

“Hoy sabemos que la mala gestión de las emociones durante nuestra infancia es el germen abonado para la droga y el comportamiento desvariado durante la juventud”

Es cierto que los primeros años de la vida de una persona pueden ser muy determinantes, pero no concluyentes. No sería justo que en todos los casos, el futuro de una persona quedara marcado por su entorno o las precariedades afectivas que sufriera en su niñez.
La sensación de impotencia, de sufrir injusticias sociales por el mero hecho de haber nacido en el seno de una familia con pocas oportunidades de futuro no nos aboca inevitablemente al fracaso. Hay miles de ejemplos de personas brillantes que no tuvieron una infancia perfecta, que se criaron entre familias desestructuradas y adolecieron de las carencias físicas y emocionales básicas, pero que lograron salir hacia delante con el convencimiento de que no sucumbirían.
En cierto modo, esa clase de personas son muy especiales, ya que pueden aportar mucho en una relación de amistad, porque han vivido en los dos extremos, el de no tener nada y el de saber valorar lo que te da la vida.

Citando de nuevo a Punset: “Estamos programados, es cierto, para ser únicos”.

Me maravilla la manera en que se expresa este, en ocasiones surrealista y extravagante catedrático octogenario, porque siguiendo al hilo de sus reflexiones; cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles, no podemos malgastar nuestro tiempo y energías en dejarnos afectar por enfermedades tan sutiles como la tristeza, en lugar de esperar a que llegue la alegría, emprendamos el camino que sea necesario para encontrarla.