Hay ciertas sentencias, inocentes prohibiciones que despiertan muchas veces el efecto contrario. Es como cuando el símbolo de silencio nos arrastra a una necesidad imperiosa e irracional de decirlo todo a gritos. Son pictogramas, alertas o frases escogidas, que todo el mundo conoce, pero que también desoye, porque se han acostumbrado a verlas o porque nunca les transmitió nada, no les comunicó la necesidad de “obedecer”, sino la de todo lo contrario.
Es de una intención incauta si nadie va ha hacer caso, que haya tantos diseñadores de símbolos para reciclar, para ser más cívicos, más honestos; breves locuciones para ajustar nuestra conciencia a los fundamentos más básicos de la convivencia, pero que fracasan desde sus inicios.

Por ejemplo: no es necesario escribirlo en una frase, pero mantener una conversación dentro de un coche con el motor en marcha durante más de una hora a las dos de la mañana, molesta, contamina y es un acto absolutamente innecesario e incívico. Dejar que el perro orine o defeque en la puerta de tu vecino sin hacer nada a respecto, abandonar las bolsas de basura en cualquier sitio menos en su lugar…, la lista sería muy larga y todos podemos aportar ejemplos.
Había una película de finales de los 90: «Algo pasa con Mary». Si nuestra sociedad actual, con su estrés y rutinas, sus decepciones, errores y esperanzas truncadas se llamara Mary, algo estaría pasando con nuestra sociedad, el entero sistema de cosas.
Ser incívico está de moda, tirar un papel en una papelera es antiguo y retrógrado, ahora lo normal es añadir cierta naturalidad al hecho de ensuciarlo todo.
Intentar que las cosas mejoren, puede que a veces nos haga sentir solos, es una paradoja absurda sobre el desgaste de las emociones, sobre el agotamiento que pesa sobre todos nosotros que intentamos aguantar a ese tipo de personas tóxicas y a quienes no les importa la ecología ni el bienestar de los demás, los protagonistas y también los responsables del envejecimiento de las ciudades.
Una vez me dijo un médico que sí que había personas buenas en el mundo, pero que las malas hacían más ruido. De todo esto se desprende que el esfuerzo porque las cosas mejoren no se debe delegar en los demás, sino que todos y cada uno de nosotros necesitamos implicarnos personalmente en ello. Nosotros somos los que debemos hacer el ruido, quizá convertido en clamor para que no se tiren los papeles al suelo, se respete a las personas mayores, no se destruya el medio ambiente o seamos capaces de identificar nuestra propia responsabilidad en el entorno en el que vivimos y nuestra esperanza de futuro.
Un reputado Instituto de Estudios Estratégicos publicó recientemente el resultado de sus investigaciones en materia de responsabilidad y valores cívicos:
“El sentido social de muchas actuaciones humanas se fundamenta en el hecho de que si la sociedad ha invertido en nosotros (con servicios públicos como educación, sanidad, infraestructuras, de seguridad y emergencias) no lo es sólo porque yo pago impuestos sino porque hay mucha gente que los paga. Toda la sociedad invierte en mi bienestar y en consecuencia es de justicia saber devolver a la sociedad lo que ésta ha hecho por mí”.

ESNOBISMO POPULAR

Hemos pasado de hablar por teléfono a hablar al teléfono. ¿Cuándo era?, ¿En los años cincuenta? El teléfono tenía separado el auricular del micrófono unidos por un cable transmisor. Quién lo diría, más de 50 años después y a pesar de disponer de la más moderna tecnología en comunicaciones, ahora le hablamos a nuestro Smartphone como si fuera uno de aquellos antiguos y primitivos dispositivos de hace casi 60 décadas.
Somos así de “especiales” y no nos importa que todo el mundo escuche y comparta nuestras “privadas” conversaciones.
A simple vista no somos nada más que otra persona del montón…, uno más que se ha dejado arrastrar por la vulgaridad, el esnobismo popular, tan efervescente como la espuma, como las modas y las canciones de verano.

 

Sitges INFOGUÍA Magazine. Septiembre de 2018 n°160