Muchos sueños son tan frágiles como un suspiro y a pesar de ello nos acompañan durante toda nuestra vida. El sueño de escribir y ser leído, es muchas veces tan delgado como una hebra de hilo, pero hay hilos que son de acero. 

A lo largo de todos estos años he tenido la oportunidad de escribir muchas cosas, lo hice despacio y sin presiones editoriales. Saboreando una buena conversación, un largo paseo o un cremoso café sin edulcorantes. Las ideas llegaron muchas veces sin acudir al encuentro de las palabras y se posaron sobre un cielo natural de nubes blancas y densas como el papel de mis primeras libretas.

Cuando comencé a pasar mis notas a una máquina de escribir, no contaba con todas las ventajas tecnológicas de las que disponemos ahora, en realidad, todo era tan abrupto como auténtico.

Muchas páginas quedaron en nada, eran como un amor de verano, alegres, efímeras y melancólicas, pero otras anotaciones fueron esenciales para dotar de vida a mis personajes. Cada uno se inspiraba en alguien que conocí o en alguien que creía conocer, en cualquier caso, había muchas diferencias de edad, sexo y antecedentes culturales.

Las historias que escribí hablaban sobre arqueólogos fracasados, pilotos acrobáticos caídos en el barro, anticuarios que necesitaban romper con todo, músicos que odiaban la música, mujeres que no estaban seguras de nada, mercenarios arrepentidos, adultos atrapados en su infancia, héroes de vidas imposibles, pequeños astronautas o estaciones de metro fantasmas…

Todas las conversaciones, ambientes y personas pertenecen a diferentes mundos, épocas y maneras de entender la vida, pero si pudieran estar todas juntas en un mismo lugar, sería como si ya se conocieran.

En realidad, les echo mucho de menos y en cierto modo, todas esas historias acaban bien. O todo lo bien que fue posible según las circunstancias.